jueves, 1 de abril de 2010

La ponedora.

Memorable fue aquel puchero que hicimos Pablo y yo un sábado de aquellos en los que todavía vivíamos juntos. -¡Mejor que el de mi casa! -Dijimos a la vez, entre cuchara y cuchara y con la boca llena satisfacción-. Y cuando al día siguiente invitamos a las chicas, convencidos de que de aquella las conquistábamos definitivamente, el calor del fuego sacó de la olla un nauseabundo vapor que nos tuvo comiendo en la calle el tiempo que tardó en desaparecer el olor, al ritmo del velamen de nuestras ventanas de par en par.

Lo habíamos dejado allí, a la intemperie, sobre los fuegos apagados y concluimos que ahí empezó todo. Como hoy: la pringá tapando la olla y la tapa, la pringá.

He llegado a la cocina frotándome las manos, porque cualquier comida bien reposada está más rica que el día anterior; eso lo sabe todo el mundo. He quitado la tapa, buscado un cacharro más pequeño donde echar un poco de ese manjar, y un poco de cous-cous que también me quedaba de ayer. Y cuando he ido a levantar la pringá cazo en mano, la he descubierto.

Allí estaba ella, mirándome con sus miles de ojos. Atenta pero no escurridiza como cabía esperar: le he dado con el dedo y se ha ido a la cortina de un salto. Raro. Muy Raro: ¿por qué se ha dejado tocar? ¿Por qué no se ha echado a volar y a dar vueltas por la cocina o se ha escapado por la ventana o se ha ido por la puerta buscando otro escondite? ¿Por qué se ha quedado ahí, mirándome? ¿Por qué? ¿Por qué el pollo tiene esas crestitas blancas? ¿Porqué están también en el trozo de ternera? ¿Por qué está todo lleno de...? ¡No! ¡Por favor, no!

¡Sí! Aquél que todo lo sabe me lo ha confirmado, fotos inclusive. ¡Toda la pringá llena!

¿Le apetece a alguien acompañarme con unas tristes magdalenas bien envasadas que he comprado por ahí?

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