Hay quien piensa que lo que nos distingue de los animales es que tenemos alma, quien opina que nuestra inteligencia, quien apuesta por el sentido del humor e incluso quien defiende –sabiamente- que se trata de nuestra estupidez...
Pero yo estoy cada vez más convencido de que lo que realmente nos distingue de los animales es que somos seres profundamente cobardes.
E intuyo que esa cobardía, más que casual, es consecuencia de la enorme responsabilidad de ser los primeros seres del planeta con tan amplia capacidad de raciocinio. Y es que ¿quién podía habernos orientado en el manejo de nuestra herramienta de pensar? Insisto: estoy convencido de que, motivados por la conciencia de nuestra propia fragilidad, nos hemos esforzado durante demasiado tiempo en dar una respuesta excesivamente proteccionista a nuestros miedos.
El miedo a la muerte nos aconseja una acumulación de riquezas tal que nos asegure la supervivencia incluso en épocas difíciles; el miedo al sufrimiento nos recomienda la creación de una estructura sociopolítica que nos asegure una vida suficientemente relajada; y el miedo a lo desconocido nos incita a mantener unas actitudes de vida basadas en el recelo y la suspicacia.
Pero las consecuencias de dicha lógica son más que evidentes en nuestro tiempo: la acumulación de riquezas nos ha conducido a un grave deterioro del planeta que ocupamos por la sobreexplotación de sus recursos y la acumulación de residuos; las estructuras sociopolíticas que hemos creado han favorecido enormes diferencias de oportunidades entre los pueblos y sus gentes; y las actitudes de recelo y suspicacia han generado relaciones interpersonales basadas en la intransigencia y el dominio del hombre frente a la mujer, del mundo adulto frente a la infancia y la tercera edad, entre las distintas razas, entre las diferentes culturas y religiones...
Y aunque pueden configurarse así los que deben ser nuestros principales frentes de actuación -el medio ambiente, las estructuras sociopolíticas y las relaciones personales-, es evidente que el verdadero potencial de transformación de la realidad reside en la capacidad de las personas, los grupos y los pueblos de afrontar reflexivamente la respuesta a sus propios miedos e inquietudes.
Por fin, el efecto paradojal del miedo es que, en pos de una supervivencia relajada, no sólo dificulta nuestro auténtico desarrollo como individuos y como especie, sino que va a acabar por impedir la vida misma. ¿Hasta cuando vamos a posponer nuestra valentía?
Moisés.
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